La palabra de Espriu







Es de sombra y de azar a veces la palabra. Sombra de alguna luz que antes hería, azar por el que viene, letra menuda, a atravesar de pronto, como un vuelo de garza, la pupila. Espriu vino a mí justo después de mi Antígona, y fue, lo recuerdo ambiguamente, igual que una noche turbia, lo mismo que un cauce de ala y viento oscuro. Iba dejando su huella, rastro de ciega soledad y mansedumbre clara. Me parecía entonces que el mismo punzón, aquel con que mi padre repujaba las letras en papel recio, volvía a navegar por el bordado antiguo, a arar el surco del silencio: la mirada perdida, mis ojos en sus manos misteriosas.



Quise saber por qué. Cómo es posible que los ojos muertos vuelvan a hablarnos desde labor antigua, en qué recodos se tuerce el hilo que teje dulcemente un camino capaz de atravesar los muros del laberinto. Porque el portal de la posada está, siempre, cerrado. Y no es posible venir al llanto y a la luz, y al tiempo, si no es entre animales, en la sombría hospitalidad de algún pesebre. No era, pues, conocimiento, hartura; sino espera y sed, y sombra y apetito, lo que me había de colmar de nuevo el alma.

Así resultaba el convite. Salvador destilaba en la copa la amarga soledad del agua, ajada un tanto de vinagre, la estudiada pasión del verso corto, solícito y cautivo, mendigo de otro pan, ambicioso quizá solo de escorzo y de penumbra. Y era de paz y de olvido la marea; el pausado vaivén, preciso, una delicia de abeja y de susurro, llenos los ojos del mar de Sinera, de recuerdos, trabajados como la masa del pan caliente, tierno, henchido del aliento prisionero.



Yo no supe del mar hasta que vi crecido su cuerpo, abrupto y codicioso, en una tarde robusta de Bermeo. Volví a afrontarlo años más tarde, sereno, vasto, como un desierto de arena azul y húmeda,  adormecido en torno al cabeceo tranquilo de los barcos de Barcelona. Y creo que solo entonces entendí, por fin, el peso denso de la muerte. Fue el oleaje el mensajero que rezó por fin el responso suave de mi padre.

Venía de la sangre y del cuerpo de mi Cristo, crucificado y doloroso en mitad de la escalera del colegio de infancia. Atravesé, joven ya, la soledad y el cálculo, la necedad soberbia del corazón que niega todo absoluto, que ciega sus ojos ante la ausencia de un padre, ante la urgencia lacerante de una convicción vacía. 

Venía de estas orfandades, y solo Espriu pudo por fin hablarme el lenguaje del mar, el idioma purísimo del viento, el murmullo sagaz de la memoria. Supo decirme que no hay trama tal vez en este tejido, dibujo cierto ni figura clara, pero que quizá solo la palabra nos permita participar de la urdimbre, aprisionar el tiempo, desmenuzar en los dedos los cuchicheos secos de la arena.

Y así os la doy. La palabra que él me devolvió. Su luz, su sombra. La palabra, que erige su presencia por encima del agua olvidadiza, por sobre la espesa memoria negra del silencio. La palabra que podéis todos partiros, de la que habréis de alimentaros. Tened siempre su beso de paz en la memoria.

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